Mi amiga murió y por eso lloro
Compruebo, además, que desglosar la experiencia personal también emociona, que hay algo puro en abrirse y narrar lo anecdótico y lo pequeño de nuestras relaciones.
A principios de marzo publiqué un artículo sobre el duelo. Este ha sido sido, sin duda, mi mayor éxito en Substack hasta la fecha. En él comparaba mi proceso de pérdida y asimilación del dolor con las etapas de crecimiento de un niño, y la verdad es que me sentía orgullosa: después de tanto tiempo observando, analizando y escrutando mi experiencia había logrado explicarla bastante bien, acercarme lo suficiente a lo que realmente sentí durante todo ese tiempo, y a lo que aún siento.
Ahora, sin embargo, ese texto me hace sentir culpable, porque hablo de la muerte de mi amiga sin mencionarla. El único dato que doy de ella es la fecha de su fallecimiento: el más triste, el único que querría olvidar si pudiera. Ni siquiera explico que el origen de todo sea, concretamente, la muerte de una amiga, ni menciono su nombre: Cande –Candelaria, en realidad, pero Candelas para ella misma, que nunca se presentaba con su verdadero nombre, y Cande para todas nosotras–.
Creo que a veces me puede el ansia de conseguir que los demás se identifiquen con lo que escribo –de querer gustar a todos, en definitiva–, a pesar del rechazo que me generan quienes solo son capaces de valorar una obra de forma positiva cuando logran verse reflejados en alguno de los personajes. Me da más rabia aún, además, el hecho de que ni siquiera me diera cuenta por mí misma de mi error, del involuntario anonimato del que revestí mi duelo, sino que necesitara leer dos textos ajenos para ello.
El primero es un texto que encontré en Substack en el que el autor contaba, con una lucidez y una cantidad de detalles abrumadoras, el proceso de recuperación de su madre tras sufrir un ictus y lo que él había ido experimentando. El texto era concreto, personal, estaba lleno de detalles, y fue eso lo que me resultó tan conmovedor: la sensación de que el autor se abre en canal, de que comparte no grandes secretos, pero sí pequeñas intimidades, en ocasiones desoladoras o crudas, sobre el cuerpo y la enfermedad de alguien a quien ama.
El segundo es el artículo que la periodista Mariola Cubells publicó en El País tras la muerte de su mejor amiga, titulado El consuelo de ponerme su ropa. Recuerdo haberlo leído con una mezcla de tristeza, admiración e incredulidad. Muchas de las cosas que ella contaba de su amiga eran tan afines a mí y a mi relación con Cande que me parecía increíble no haber sido yo misma, en una especie de sueño febril, la que había escrito aquello. Su amiga y la mía murieron de lo mismo –cáncer– con un par de meses de diferencia, si no recuerdo mal. Además a las dos les encantaba la moda, pilar fundamental de la amistad entre ellas, y también de la nuestra.
Cande era una persona elegante por naturaleza. Poseía un sexto sentido para ver el atractivo que podía extraerse de prendas en apariencia sosas o aburridas, y también para captar el estilo de los demás, en ocasiones mejor que ellos mismos. En clase se pasaba las horas muertas mirando webs de tiendas de ropa y, como siempre me sentaba a su lado, de vez en cuando me enseñaba alguna prenda y me decía “creo que esto es muy tú”.
Yo todavía no tenía un estilo definido, porque en mi adolescencia había huido con determinación de todo lo que fuera femenino en un intento de “no ser como las otras chicas” y aún me estaba acostumbrando a vestir prendas que no fueran pantalones vaqueros y sudaderas o jerséis anchos. Muchas veces sus elecciones de “ropa que me pegaba” me resultaban incomprensibles, así que me limitaba a sonreírle y asentir sin convicción, pero el tiempo le ha acabado dando la razón: hoy tengo en mi armario muchas prendas que sé que ella habría escogido para mí si hubiera podido, aunque yo hubiese dudado al principio, como la camisa rosa, satinada y oversized con botones plateados que llevo puesta mientras escribo esto.
Hubo un día, durante el primer invierno que pasó enferma –y el último–, en el que me puse un pantalón de pana Levi’s precioso que hoy en día ya no me cabe y un abrigo de paño gris que había sustituido a mi cazadora verde de siempre. Fue uno de esos días en los que te sientes especialmente estilosa con ropa aparentemente sencilla, y al verme en el espejo pensé en que ella estaría orgullosa de mi elección. De hecho, mi ropa de aquel día me recordaba vagamente a su forma de vestir, aunque carente de su estilo natural. Recuerdo habérselo contado y haberle mandado una foto, pero por desgracia no me acuerdo de su respuesta. Aun así, estoy segura de que sería divertida y cariñosa.
La otra gran pasión de Cande eran los libros, y especialmente los clásicos. En ocasiones, compruebo que heredado algunas de sus opiniones y, sin querer, las he convertido en mías. Hablo, por tanto, de libros que no he leído, y lo hago basándome en su criterio, que siempre consideré impecable. Digo, por ejemplo, que El fantasma de la ópera no vale la pena leerlo, o que Historia de dos ciudades es uno de los mejores libros del mundo, y lo hago tan convencida como si yo los hubiese leído, sino más.
El último regalo de cumpleaños que le mandé a casa, cuando vivíamos en ciudades distintas y el COVID nos impedía vernos por riesgo a que se contagiase, fue el libro de Mary Poppins, que me agradeció mucho, pero que me confesó que le había decepcionado. La película, sin embargo, le encantaba, tanto que a veces se la ponía para dormir. Lo sé porque recuerdo que lo hizo en una ocasión en la que yo dormí en su casa después de haber quedado a ver películas de miedo.
El regalo incluía también una paleta de maquillaje, que yo sabía que no iba a querer estrenar estando enferma, pero que era una promesa de un futuro mejor, un augurio de curación que nunca se cumplió, pero que sigue teniendo sentido para mí: Cande era una enamorada de la belleza, una perseguidora fiel de ella, y por tanto mi regalo no era algo poco práctico, sino un símbolo cargado de sentido.
Cuando el fotógrafo Peter Hujar enfermó de sida, su mejor amiga, la autora Fran Lebowitz, le regaló un pijama lujoso, precioso, que desentonaba con el ambiente aséptico de una habitación de hospital, pero que significaba, como mi paleta de maquillaje, algo más: una ofrenda de belleza para alguien entregado a ella. Como el bolso carísimo que Cande pidió como regalo de cumpleaños, a pesar de que no salía de casa salvo para ir al hospital, porque le hacía muy feliz mirarlo, o como toda la ropa preciosa que había en su armario, y que espero que se siguiese poniendo hasta el final.
Hay mil cosas más de ella que recuerdo con nitidez, a pesar de la certeza, cada vez mayor, de estar poco a poco olvidando. Recuerdo su generosidad, su risa contagiosa, su melena larga de rizos rubios. Recuerdo las fresas bañadas en chocolate que nos trajo a clase en su cumpleaños en cuarto de carrera, en DVD que me regaló de Dos en la Carretera cuando cumplí 22, las videollamadas a tres bandas que hacíamos con ella cuando mi amiga Mer y yo teníamos relaciones a distancia, y estábamos una en Estados Unidos y otra en Colombia durante el verano de 2017.
Recuerdo todos los retratos que le hice porque le encantaban mis fotos, los viajes a Cracovia y a Viena, lo mucho que nos gustaba tomar el sol en la playa mientras las demás jugaban en el agua, la facilidad que tenía para hacerme ver que mis enfados tontos no eran para tanto sin minimizarlos, lo preocupada que estaba por mí cuando mi madre se puso enferma, el día de finales de agosto en el que la ayudé a mudarse de habitación en su Colegio Mayor y después me invitó a comer.
Ahora, después de escribir todo esto, me siento mucho mejor, como si hubiese saldado una deuda pendiente. Igual que tantas otras veces, confío en que estas palabras me sobrevivirán, y que por tanto alguien más, aunque no nos conozca a ninguna de las dos, recordará también su estilo o su pasión por los clásicos durante mucho tiempo. Compruebo, además, que desglosar la experiencia personal también emociona, que hay algo puro en abrirse y narrar lo anecdótico y lo pequeño de nuestras relaciones.
Gracias por escribir este texto tan conmovedor y hacer ese homenaje a Cande que durante el ratito que ha durado la lectura ha sido también nuestra amiga. Qué hermosa herramienta es la memoria y la escritura para sanar y compartir emociones universales que, antes o después, todos viviremos.
Siento muchísimo tu pérdida, Sof. Este texto es un tributo hermosísimo a Cande, a su amor por la belleza y a la relación tan especial que teníais las dos. Ese tipo de amistad deja una huella imborrable en el mundo... Te envío un fuerte abrazo ♥️♥️