Mi duelo es como un niño
Mi duelo nació el 8 de marzo de 2021 como un ser prematuro. Casi todos lo son, pues es muy difícil que la mente sea realmente capaz de concebir la tragedia antes de que esta suceda.
Entre 2020 y 2024 trabajé para una familia haciendo de niñera de sus dos hijos. Acudí con la suficiente frecuencia como para haberlos llevado y recogido del colegio, las colonias de verano, los cumpleaños de sus amigos o las casas de sus abuelos. También pude ver el proceso que llevó al pequeño a abandonar los pañales y el chupete. A él le vi empezar el colegio y a su hermano entrar en primero de primaria “y pasar al patio de los mayores”.
Pasé, en definitiva, tanto tiempo con ellos que adquirí esa capacidad que tienen las madres de medir el tiempo normal mediante las etapas madurativas de los primeros años de un niño.
Ahora utilizo esta habilidad para medir mi proceso de duelo, y también para entenderlo mejor. Como escribió C.S Lewis cuando murió su esposa, tengo mi pena siempre en observación. Sé que la llegada de un bebé al mundo es una alegría y que, por el contrario, un proceso de pérdida es amargo, pero puedo comparar ambas cuestiones porque siento que, en gran medida, un duelo es algo que sale de ti y pasa a ser una criatura independiente que no deja de cambiar y transformarse a medida que el tiempo avanza. Además, te lleva a atravesar muchos episodios que no se parecen nada a los que imaginaste o viste en las películas, como estoy segura que ocurre con la maternidad.
Mi duelo nació el 8 de marzo de 2021 como un ser prematuro. Casi todos lo son, pues es muy difícil que la mente sea realmente capaz de concebir la tragedia antes de que esta suceda, a pesar de que pueda pensarla o imaginarla. Apenas lo había gestado y ya se encontraba ahí conmigo.
Al principio era delicado y requería de mi atención constante. No me dejaba dormir por las noches ni tampoco pensar en otra cosa. Me preocupaba todo el tiempo. Era absolutamente dependiente de aquella tristeza, que a su vez reclamaba mis energías y mis fuerzas. La llevaba en brazos, la cargaba a la espalda, sentía cierto temor a que los demás se acercaran a ella para tratar de sostenerla y de aligerarme el peso. A diferencia de la crianza de un niño, aquel proceso era completamente estéril: no recibía a cambio absolutamente nada.
Cuando los meses fueron pasando, comencé a poder dormir. Además, como un niño que ensaya con sus primeras palabras, fue llegando la capacidad de poder hablar de ello de forma más o menos ordenada, con cierto sentido, aunque aún con frases torpes y poco certeras. Estaba experimentando con el lenguaje, utilizándolo para hablar de sentimientos y de ideas para las que, hasta entonces, no había necesitado encontrar palabras.
El tiempo siguió transcurriendo y mi duelo cumplió un año, después dos. En 2024 hizo tres, y por tanto empezó el colegio. Ya no reclamaba tanto de mí, y me hacía mucha más compañía. Seguía sin ser algo bueno ni alegre, pero a veces inspiraba mi creatividad o me traía algún pensamiento que me resultaba interesante. Incluso empezó a enseñarme cosas que desconocía de mí misma. Por supuesto, preferiría que todo esto no hubiese ocurrido nunca, no haber tenido esas ideas interesantes y haber seguido sin saber casi nada sobre mi relación con la muerte, pero al menos puedo afirmar que, con el tiempo, el dolor se ha vuelto menos yermo.
Como me ocurría con los niños a los que cuidé, cada vez teníamos conversaciones más interesantes y más profundas. Tanto que llegué a escribir un libro. Supongo que, en eso, mi duelo y yo nos parecemos como madre e hijo, puesto que cuando yo entré al colegio a los tres años tampoco paraba de hablar, sentía la necesidad de ponerle palabras a todo.
Este 8 de marzo será su cuarto cumpleaños. Los niños de cuatro años siguen dependiendo en gran medida de sus padres, pero ya caminan de forma autónoma, comen solos y, si no tienen pesadillas, suelen dejarte dormir. Lo sé porque en ocasiones, mientras hacía de niñera por las noches, me aburría tanto de ver películas y leer que a veces deseaba que los críos se despertasen para ponernos a jugar de nuevo, pero nunca sucedía.
Como les ocurre a las madres, me sorprendo continuamente de que mi duelo naciese hace tanto tiempo y de que cada vez sea más independiente. Parece mentira.
Me pregunto, además, cómo será cuando tenga cinco, diez o veinte años. Pienso en esas fechas tan señaladas con temor, porque soy una persona demasiado consciente siempre de los aniversarios y de los días señalados, tanto para lo bueno como para lo malo. Quizá pasemos una nueva etapa complicada cuando sea adolescente, porque sé que a veces los dolores de juventud se presentan de forma inesperada con una fuerza arrolladora cuando han pasado los años. Puede que, cuando yo esté inmersa en la crisis de los cuarenta, recuerde mis veinte y esta ausencia se vuelva, de pronto, dolorosamente presente otra vez.
Tengo miedo por anticipado, como siempre, e imagino situaciones preocupantes que quizá nunca ocurran, como también les pasará a las madres, que deben pensar de forma inevitable en todos los peligros que un hijo puede encontrarse a lo largo de su vida.
Me pregunto, incluso, qué pasará con esta criatura cuando yo no esté en el mundo, y me consuelo pensando que quedará entonces lo escrito, todas esas palabras sobre la ausencia, la amistad, el afecto y el recuerdo.
Qué forma más bonita de describir algo tan complejo, me ha encantado :)
wow, leer sobre este tema fue refrescante. me gustó mucho